En otra vida debí ser ama de llaves. Me gusta tender, barrer, quitar el polvo. Fregar los platos me relaja. Y no hay nada que me resulte más eficaz que hacer listas.

Ya desde pequeña apuntaba maneras: hacia la cama con gran disposición, estirando las sábanas, ahuecando la almohada, acicalando los cojines. Me motivaba mucho ordenar mi cuarto y podía dedicarle horas, incluso días enteros. Y siempre he sido yo la encargada de disponer las maletas en el maletero. Me gusta llevar el carro de la compra ordenado y organizar las bolsas: los lácteos por un lado, las frutas por otro, los aperitivos en su bolsa a parte...

No crean que fui un ama de llaves cualquiera, no. Sospecho que fui inglesa, pues, de siempre, todo lo británico me atrajo. Me imagino alta, algo rolliza, con un moño de pelo cano muy tirante, en una gran manor inglesa. El delantal blanco, impoluto, bien almidonado. La tetera en el fuego, siempre lista, y un par de anteojos resbalándome por la nariz. Con un gran sentido de la tradición, no toleraría una falta de educación y tendría ese humor irónico tan inglés. Estricta, rigurosa y minuciosa, me metería hasta en la cocina para tenerlo todo bajo control. Organizaría los menús, velaría por el buen funcionamiento de las doncellas y nada me pondría de mejor humor que tener la casa llena de ilustres invitados.

Tendría, como ahora, bastante carácter. Hay cosas que no cambian. Leal, exigente, algo mandona; aunque en el fondo buena gente. Sospecho que fui golosa, que untaba las rebanadas del pan del desayuno con gruesas capas de mantequilla y miel y que nunca decía que no a uno (o dos) tragos de ginebra.

La vida discurre apaciblemente ajetreada en mi manor inglesa. Bien considerada, respetada por todos, mi opinión es escuchada y dispongo a mi antojo. Solo detesto al de las caballerizas, pero es un odio cordial; por zafio.

Llueve con empeño sobre la campiña inglesa. Es el día libre del servicio y la manor está extrañamente silenciosa. Sentada frente a la ventana, a un lado una buena taza de té negro, al otro un puñado de calcetines para zurzir, contemplo la lluvia romper sobre las colinas, resbalar sobre el camino empedrado, brillar sobre el macizo de hortensias.

Y pienso, que, quizás, en otra vida, me gustaría escribir relatos. 



Foto de ANA GUISADO 
Siempre imaginé que el Paraíso sería algún tipo de biblioteca. 
Jorge Luis Borges.



Aprender a leer es lo más importante que me ha pasado. No recuerdo el momento exacto; ni siquiera cuál fue el primer libro que cayó entre mis manos; el caso es que me recuerdo siempre rodeada de libros, periódicos, diccionarios o revistas. 

Recuerdo las tardes rebuscando libros en la biblioteca. El silencio envolvente, rasgado tan solo por el crujido de las hojas y algún carraspeo. El ritual a la hora de hojear un libro: fijarme en un título; palpar las cubiertas; leer la contraportada y la dedicatoria; adelantarme a las primeras frases y luego volar hasta la página 13; y terminar al azar, en cualquier hoja. La emoción de llegar con el botín a casa, encaramarme en el sofá, revisar los elegidos, decidir por cuál empezar y entregarme a la lectura (entonces podía).

Cuando una tiene la suerte de nacer en una familia lectora, leer se convierte en algo tan obvio como respirar. Leer en la cama, en el sofá, en la cocina y en la escalera. Leer de pie. Leer también, como no, en el baño. 

Hay libros para todos, hay lecturas para cualquiera. Libros para entretener, para divertir, para recrearse. Libros para emocionar y para recordar. Libros para ser pensados, mis favoritos. Hay libros que duelen y libros que salvan. Hay libros para instruir, para adoctrinar,  éstos son los más peligrosos. También hay libros para olvidar o para ser olvidados. 

Ha habido libros que me han tocado. Que me han acompañado incluso tras cerrar sus páginas. Historias que me han dejado resaca y personajes por los que todavía me pregunto. Siempre que esto me ocurre tengo que esperar unos días antes de arrojarme al siguiente libro. Porque, también, hay libros que atrapan, que te muerden, un poquito, el corazón. Que dejan surco.

Estar a solas, con un buen libro. Quedarte enfrascada en un párrafo cualquiera. Releer un texto sólo por el placer de gozar con las palabras. Saborear una frase, paladear una historia, masticar un argumento y digerir un final. Leer y comer, placeres que se dan la mano.

27 letras, un puñado de signos de puntuación, una buena pluma  y ... ZAS, la magia. 



Foto de ANA GUISADO





Me acuerdo de que los martes comíamos allí. Me acuerdo del sabor de sus croquetas, de su tortilla inconfundible, de su cocina, limpia y ordenada, de su horno, que parecía de juguete. Del olor a caldo, a pimientos asados, a bollo. La mesa puesta, la loza de flores, el mantel blanco impoluto y las servilletas de tela.  Me acuerdo de su casita linda, despojada de accesorios, práctica y funcional y de cómo, sin embargo, las fotos familiares no dejaban un resquicio en las paredes. La veo de espaldas, echada hacia la pila, fregando la loza estuviera en casa de quien estuviese, siempre dispuesta, nunca cansada. La veo en la ventana, diciéndonos adiós, todas y cada una de las veces, en un gesto que algún día regalaré a mis nietos. Me acuerdo de sus manos, del inconfundible ademán con el que agarraba el cuchillo (sólo quien ha trabajado tanto y tan duro puede hacerlo así), de los pliegues de su piel, de sus ojos áureos. De la hilera de tarros en el baño, de su bata horrible de flores, y de su anorak rojo. 

Me acuerdo de su inagotable trajinar, le encantaba ir en metro por Madrid, merendar en El Pardo, caminar hasta casa. Me acuerdo de su maleta de dimensiones mínimas, pero en la que le cabía todo lo que te hiciera falta.
  
Me acuerdo de su sencillez, de su obstinado empeño en pasar desapercibida. De sus risotadas contagiosas, de sus, a veces, inoportunos comentarios que ahora celebramos. Me acuerdo de cómo me estiraba el jersey y me colocaba el pelo. De su coqueta austeridad, de su inclinación por la gente humilde. De su desapego hacia el pasado y de su fiel honrar a la familia. 

Me acuerdo de los días en la playa y las noches en su casa, me acuerdo de las charlas de metafísica, de sus explicaciones imposibles, de su amable tozudez. Me acuerdo de cómo la querían hasta en los bares y de cómo ir con ella era garantía de un aperitivo generoso y un par de vermouths de más. 

Mi abuela era una asturiana recia, de carácter robusto y mirada seria. Testaruda, disfrutona a su manera y con querencia por el sol y el asfalto pero con mucha mano para las plantas. Buena, en el sentido más puro de la palabra, servicial, generosa. Su marcha dejó un hueco sonoro y sereno, que los días no acaban de llenar.

Me acuerdo de que nunca me dijo que no a nada. 



Entró como un elefante en una cacharrería. Era una oficina de obra construída a base de módulos prefabricados ensamblados. Un pasillo largo, muy largo, y a ambos lados puertas que daban paso a los distintos despachos. Yo estaba en el primero, y salí a ver qué era ese alboroto de pasos y portazos. 

Moreno, algo desgarbado, tenía que agacharse para pasar por el marco de la puerta y caminaba deprisa.  De perfil rotundo y mirada noble, con maneras del que se sabe jefe antes de tiempo, se le escurrían los pantalones por detrás y calzaba, por lo menos, un 44.

Aquella noche nos volvimos a encontrar en uno de aquellos bares de su quinta (me saca siete años). Hablamos mucho, a pesar del barullo y la diferencia de altura (me saca muchos centímetros), y todavía conservo el mensaje que me mandó después, cuando llegué a casa.

Unas cuantas llamadas, y una carretera después, volvimos a encontrarnos. No puede decirse que el entorno fuera de lo más romántico, ni que nuestros planes fueran los más glamurosos. Vivíamos en un pueblo de La Mancha, y trabajábamos mucho, pero éramos (más) jóvenes y derrochábamos ganas.

El resto, como dicen los cursis, es historia. Y el SI, un año después fue rotundo.

De natural discutidor, un poco desordenado, y algo cascarrabias; es generoso, espléndido, y tiene un gran corazón. Sagaz, competitivo, trabajador, sabe hacerme reír cuando quiere y se queda dormido viendo la tele. Casero y viajero empedernido; serio e ingenioso, de talante abierto y cuadriculado; tan contradictorio como yo, por eso encajamos bien: tenemos muchas cosas en común y otras tantas opuestas; y él siempre me sorprende.

Nuestro periplo dura ya ocho años, que aunque no son muchos, dan para bastante:  Tres hijos, un puñado de sueños, un montón de escapadas, excursiones y viajes (aunque menos de los que nos gustaría), proyectos por cumplir, noches sin dormir, unas cuantas decepciones y algún que otro revés que estamos intentando aprender a capear.

Crecer, aprender, prosperar, tropezar, cambiar el rumbo. Hacernos viejos. Discutir, enredar, ilusionarnos. Atesorar recuerdos.

Y así hasta los 89. Pero mejor juntos. Nos quedan todavía unos cuantos.




  • Si guardas en tu puesto la cabeza tranquila,
  • cuando todo a tu lado es cabeza perdida.
  • Si tienes en ti mismo una fe que te niegan
  • y no desprecias nunca las dudas que ellos tengan.
  • Si esperas en tu puesto, sin fatiga en la espera.
  • Si engañado, no engañas.
  • Si no buscas más odio, que el odio que te tengan.
  • Si eres bueno, y no finges ser mejor de lo que eres.
  • Si al hablar no exageras, lo que sabes y quieres.
  •  
  • Si sueñas y los sueños no te hacen su esclavo.
  • Si piensas y rechazas lo que piensas en vano.
  • Si alcanzas el Triunfo ó llega la Derrota,
  • y a los dos impostores les tratas de igual forma.
  • Si logras que se sepa la verdad que has hablado,
  • a pesar del sofisma del Orbe encanallado.
  • Si vuelves al comienzo de la obra perdida,
  • aunque esta obra sea la de toda tu vida.
  •  
  • Si arriesgas en un golpe y lleno de alegría,
  • tus ganancias de siempre a la suerte de un día,
  • y pierdes, y te lanzas de nuevo a la pelea,
  • sin decir nada a nadie lo que es, ni lo que era.
  • Si logras que los nervios y el corazón te asistan,
  • aún después de la fuga de tu cuerpo en fatiga,
  • y se agarren contigo, cuando no quede nada,
  • porque tú lo deseas, lo quieres y lo mandas.
  •  
  • Si hablas con el pueblo, y guardas la virtud.
  • Si marchas junto a Reyes, con tu paso y tu luz.
  • Si nadie que te hiera, llega a hacerte la herida.
  • Si todos te reclaman, y ninguno te precisa.
  • Si llenas el minuto inolvidable y cierto,
  • de sesenta segundos, que te llevan al cielo.
  • Todo lo de esta Tierra será de tu dominio,
  • Y mucho más aún ...
  • ¡ Serás Hombre, hijo mío !
Cuando era pequeña una copia del "If" de Kipling colgaba de mi estantería. Me gustaba leerla a menudo, tanto, que me la aprendí de memoria. Luego crecí, me hice mayor y dejé de dormir en aquel cuarto. Pero este poema me sigue acompañando y aquel papel debe andar todavía por algún lado. 

Me gusta releerlo o recordarlo en los días en los que, por cualquier razón, ando torcida y las cosas no son como me gustaría. 

Esperar, soñar, arriesgar, confiar. Buscar en tu interior, llenar los minutos... Llegar al cielo. 

No hay nada más sencillo y a la vez más difícil que ser "un hombre".

Y no hay nada que me motive más que intentarlo.


Foto de Ana Guisado


... Si sueñas y los sueños no te hacen su esclavo...
Rudyard Kipling


Foto de Ana Guisado
Recuerdo amaneceres nevados, nervios, a toda mi familia en casa. Me veo tumbada en la cama, con mucha fiebre, a mi madre y a mi abuela dándome friegas. Recuerdo a mi padre despertándome para soplarme mi regalo. Llamadas de teléfono, cartas en el buzón, visitas sorpresa. 

Cuando era pequeña no me encantaba mi cumple. No podía repartir caramelos en clase ni celebrarlo con mis compañeros del cole: todos andaban de vacaciones. Iba a comer con mi familia, en vez de a cenar, como en los otros cumples. Pero todo el mundo estaba harto. Y yo sentía que entre tanta fiesta navideña mi cumpleaños pasaba desapercibido, que no lo vivía, que no lo sentía.

Con el tiempo llegué a disfrutarlo. Recicle la comida en un súper desayuno (eso siempre apetece), donde abundan el zumo de naranja, el mango, los croissants a la plancha y las tostadas con embutido. Porque yo soy de mañanas, porque me encanta desayunar y porque así me queda todo el día por delante para aprovecharlo. Me rodée de la gente que más quiero y me regocijé en la suerte de poder disfrutar del día entero, siempre, para mí, sin clases, ni estudios, ni exámenes; y cuando trabajé , me di vacaciones.

Confieso que no soy muy de fiestas. Creo en los ciclos, los ritmos, y los rituales. Y, al coincidir mi cumpleaños con esta época del año, hago mucho trabajo interior. En mi otra vida dedicaba mucho tiempo a pensar: en el año que dejaba atrás y en lo que prometía el siguiente. Salía a caminar (caminar ayuda a pensar) y con pequeños gestos: una música especial, una ropa elegida con esmero, una lectura emotiva, intentaba reflejar mis nuevos propósitos. Con tres niños pequeños ese tiempo de introspección es ahora complicado de encontrar, pero sigue siendo necesario. Me gusta pensar en quién soy, y en hacia dónde encaminar mis pasos. Ser consciente de mis carencias, de mis anhelos, de mis ideales, me ayuda a sentirme más dueña de mi destino y así intentar llenar mis vacíos. Esta vez, mi año empieza aquí, vertiendo mis pensamientos frente al teclado, porque escribir también ayuda a pensar.

Me gusta creer que todo en la vida sigue una cadencia y así la vida nos regala nuevas oportunidades, año tras año. Y entiendo que estamos aquí para crecer, para evolucionar. Porque, al final, pase lo que pase, después de la noche siempre, siempre, el sol vuelve a salir.

Nos vemos el año que viene. Gracias por estar. Y a por el 2015.