El ritual era el mismo cada mañana. Se deslizaba de la cama en silencio, cuando el sol comenzaba a despuntar pero afuera todavía era oscuro. De puntillas llegaba hasta el baño, se calzaba sus zapatillas de fieltro, color crema, suaves, calentitas y silenciosas, y bajaba despacito a la cocina.
Cerraba la puerta con cuidado,
una vez allí, no había peligro. Sintonizaba la radio -su marido siempre le
cambiaba la emisora- y buscaba la música de Radio Clásica, que a esas horas,
solía deleitarla con Bach, Händel, ó Telemann.
Con la música barroca de fondo,
abría la alacena. Había sido de su abuela, y era el mejor mueble que tenía en
casa. Lo había lijado, barnizado y pintado ella misma, cuando su abuela se lo
dejó en herencia, y aunque ahora distinto, todavía podía ver como presidia,
majestuosa, la farmacia, cuando cobijaba aspirinas, linimentos,
esencias y bálsamos, y toda clase de hierbas y ungüentos, que su abuela
despachaba con absoluta normalidad aunque a ella le parecían tesoros.
Dependiendo del día, escogía un
tipo de café. Era de Colombia si se sentía deprimida. De Kenia cuando tenía un
duro día por delante. Árabe y con especias cuando estaba creativa. Y dulce y
espeso cuando fuera llovía ó sentía nostalgia. Siempre en granos. Granos que ella
cuidadosamente seleccionaba, prácticamente uno a uno, como si cada uno de ellos
fuera diferente y único.
Seguía moliendo a mano, como
siempre había visto hacer un su casa. No quedaba tan fino, es cierto, sino más
bien tosco y desigual, pero de esa forma el café iba desnudando poco a poco su
perfume, primero tímidamente, después desplegando todos los matices de su aroma
hasta que ella se sentaba, embriagada, y durante un instante se perdía en
su olor, y viajaba, unos días a
Colombia, otros días a Kenia, a la India, ó a Brasil.
Nunca había consentido en aceptar
una cafetera express en casa. Ni de filtro, ni de émbolo. Ella era fiel desde
siempre a las cafeteras italianas. Las de toda la vida, las de aluminio con dos
cuerpos que se enroscan en la parte central, con su depósito abajo para el
agua, y su cestillo para el café.
Siempre la dejaba fuera. En el
alfeizar de la ventana para que el aire de la noche la secara bien. Y porque
alguien le había dicho que si dormía fuera, la cafetera se cargaría de luz de
luna y el café le sabría mejor. Supersticiones, pero ella, por si acaso, había
hecho de eso una costumbre.
Usando el cacito que compró en el
Mercado de las Pulgas de Paris, de mango largo, y medida exacta, rellenaba el
cestillo, y enroscaba la tapa. ¿El agua? Siempre mineral, y a temperatura
ambiente.
Preparaba su taza mientras la
cafetera bailaba en el fuego. Era una taza de desayuno, de porcelana fina, con
borde dorado y una minúscula flor rosada pintada a mano en el interior. Formaba
parte de un juego de seis, que había pertenecido, también, a su abuela. Sólo
las utilizaba para el desayuno y siempre había desayunado en ellas. Ya sólo
quedaban dos.
Cuando la cafetera empezaba a
silbar, apagaba el fuego y la dejaba reposar unos instantes. Impaciente, abría
una rendija de la tapa para dejar escapar esa fragancia que para ella era como
un bálsamo.
El primer café lo tomaba siempre
solo; sin azúcar, sin leche. Sin nada que enturbiara su sabor. Lo bebía muy
caliente, tanto, que le quemaba la garganta, pero le encendía el cuerpo y le
despertaba el alma. De un solo trago, largo y pausado. De pie, frente a la
ventana.
Paladeaba después el sabor que le
dejaba en la boca: fuerte, terroso, seco y maduro, a veces algo picante,
siempre fragante, y en seguida se preparaba su segunda taza.
Esta vez calentaba algo de leche.
Le gustaba que fuera entera, de sabor rotundo, la quería muy caliente y
cremosa, pero sin espuma. Y la vertía en dos tandas, antes y después del café,
como arropándolo.
Se sentaba en la mesa, miraba al
jardín. Contemplaba como el día comenzaba a desperezarse. Disfrutaba de las
vistas, del café, de su leche caliente y de su taza de porcelana. Pronto
comenzaría a oír los primeros ruidos en casa. Sonidos de pisadas, de puertas
que se abren, de grifos que corren y niños que pelean.
Se dejaría envolver por ellos, y
por eso, aunque después vinieran muchos otros
cafés, ninguno le sabría como aquel.
De momento, mi preferido. Me identifico mucho con este relato, sobre todo ahora que he vuelto al café mañanero... Muak!
ResponderEliminarGracias! Pues lo curioso es que a mí ni me apetece... Serán los recuerdos que permanecen en el inconsciente...
ResponderEliminarEso sí, el olor del café me sigue encantando!
Cómo que has vuelto? Por los súper madrugones?
Besos
No, porque me compré un cacharrito de los de hacer espuma y de repente me apetece! Y porque con el agua aqui no sabe a nada para que el té me sepa a algo tengo que echarle unas cinco cucharadas (me gusta cargadito, pero a veces ni con cinco)... no me duraban nada las existencias y sufrrrrria! Así que ahora café mañanero y té después de comer.
Eliminar¿Y no has probado con agua mineral?
EliminarEn cualquier caso, ahora tienes de los dos así que mejor para tí!!!
¡¡ Genial !!
ResponderEliminarMe ha gustado mucho.
Muchas gracias!
EliminarA mí me gusta verte por aquí :)
he visto que me has visitado ;-)
ResponderEliminarVuelve cuando quieras y gracias!!