Se conocieron en París, a principios de un verano mucho menos caluroso de lo normal. Tenían 17 años y eran los dos únicos madrileños en un grupo de cuarenta jóvenes procedentes de casi todas las partes de Europa que, con la excusa de practicar francés, iban a recorrer toda Francia y media España.
Hablaron en el aeropuerto, y en el autocar, y después de la cena, cuando los cigarrillos se acabaron y todos los demás se fueron, siguieron hablando en la habitación.
Tenían mucho más que sólo Madrid en común: amigos, bares de copas y un montón de botellas del minibar que fueron acumulando, vacías, a ambos lados del viejo sofá de flores en el que la noche se instaló con ellos. Las horas fueron pasando hasta que el amanecer se deslizó por la ventana y aunque todo seguía igual ya nada era lo mismo. Él era deportista, simpaticón, con ese punto canalla que ella detestaba tanto. Ella era culta y curiosa, y tenía ese aire de buena chica que él siempre había aborrecido.
Hacían un gran equipo.
Vivieron un mes loco de amor francés. Pasaban todo el día juntos, con la pasión de quien explora un amor no conquistado pero con la serena complicidad de quien sabe que pertenece al otro.
Encajaron como si se hubieran conocido siempre pero no dejaron de descubrirse el uno al otro. Él le contó sus sueños, ella a él sus miedos. Hablaban sin darse tregua, todas las horas eran pocas. Y así, de París bajaron a Burdeos y de allí a Toulouse y cuando quisieron darse cuenta ya habían cruzado la frontera y estaban en Huesca.
Fueron días de carreras, bailes y museos. De mapas arrugados y viajes en autobús, donde dormían uno apoyado en el otro, acoplados como las dos únicas piezas de un puzzle. Hablaban con los demás, claro, pero siempre acababan enredados en susurros, entre besos, caricias y risas.
La mañana del último día la pasaron en la piscina de un hotel de Madrid. Antes de comer bajaron todos a recepción, y allí, entre fotos, intercambios de direcciones y promesas de reencontrarse alguna vez durante el invierno, él le robó un beso en la mejilla y, sin más, se marchó.
Serían cerca de las nueve de las noche cuando unos tres años después el azar quiso disfrazarse de Cupido. Ella bajaba por uno de los tramos de las escaleras mecánicas de Metropolitano. El subía por el tramo contiguo. Se miraron largo rato, y cuando se cruzaron los dos volvieron la mirada atrás. Al llegar al final él esbozó una sonrisa, dio media vuelta y desapareció en la noche. Ella corrió, no quería perder el metro.
Era noviembre.
vuelves por tus fueros. Muy bueno
ResponderEliminarO los fueros volvieron a mí...
ResponderEliminarA mí también me gusta leerte por aquí Fancisco.
Se te echaba de menos, ya era hora! Espero verte más seguido por aqui, o mejor dicho, leerte... Ahora, mal que nos pese, no hay excusa. Me ha encantado!
ResponderEliminarGracias, gracias. Yo también tenía ganas de "volver a casa".
EliminarHola Elena !! Qué bonito!! Me encantan tus pequeños relatos... sigue así POR FIIIII!!
ResponderEliminarUn besazo
Inma Barberán
Qué ilusión Inma! Gracias por venir!!
EliminarBesazos!