Tempus fugit,
sicut nubes,
quasi naves,
velut umbra.
(El viento se escapa,
como las nubes,
como las naves,
como las sombras)
Fue un día cualquiera. Un día cualquiera del mes de diciembre. O quizá ya era enero. Después de desayunar nos montamos en el coche los dos. Ibamos charlando, la radio de fondo, conversaciones salpicadas de música barroca, Diana Krall, Ennio Morricone... Y alguna que otra llamada de trabajo inoportuna en la que había que guardar silencio.
Como todo el mundo sabe, en Madrid hay momentos en los que conviene olvidarse del coche. Así que dejamos el nuestro en un aparcamiento y decidimos caminar. Hacía uno de esos fríos días de invierno en los que el sol sólo acompaña. Yo llevaba un pantalón corto de pana, leotardos gordos, una austriaca azul y mis panama jack. Tendría nueve o diez años y estaba feliz. Los planes se nos amontonaban y había muchas compras que ultimar. Enfilamos Ayala y, enseguida, en el número 11, tuvimos que parar frente al espectacular despliegue de colorido de Frutas Váquez. Compramos castañas, granadas y una deliciosa manzana verde que nos almorzamos allí mismo entre los dos.
Cruzamos de acera y entramos en Mantequerías Bravo. Nos perdimos entre sus estanterías surtidas de exquisiteces: vinos, quesos y otros productos gourmet para sibaritas. Nos llevamos chocolate negro al corte, envuelto en grueso papel de estraza y café a granel, y salimos de nuevo, al frío.
No recuerdo qué más compramos aquel día, quizá unos guantes para mi abuela, o una radio para mi madre. Sé que acabamos entrando en calor rodeados de libros, en una enorme librería. Nos separamos un rato, cada uno a lo nuestro, buscando, ojeando, descubriendo. Le pedí un libro. Me regaló dos.
Y de allí nos fuimos a comer a la barra de La Dorada. Ordenamos a capricho: jamón, patatas soufflé, el plato estrella de la casa y ensaladilla. Y me dejó beber Diamante y rebañar la tarta de chocolate. Y alzada en aquel taburete, justo al final de la barra de madera, apuramos nuestras copas prometiendo que volveríamos; un día cualquiera, al otro año.
Y volvimos, claro que volvimos, el año siguiente y todos los que vinieron detrás. Y aquel se convirtió en nuestro día. Un día cualquiera, un sábado o un martes, que más da. Pero mejor en diciembre, o a primeros de enero. Cuando hay compras, prisas y listas de cosas por hacer. Cuando la vida en las calles no termina nunca y a pesar del frío hay calor en el ambiente.
Puede ser un día cualquiera. Un día de risas, de charlas, de confidencias. De caminar juntos. Pero es especial porque nos hemos puesto de acuerdo y es nuestro día. Y porque los años, y las tradiciones, han ido trazando el plan. La manzana verde, el chocolate de Bravo, un décimo para la lotería del niño, un buen libro (o dos). Y el último puesto de la barra de La Dorada, con los platos de siempre y mi Diamante, que sólo tomo allí, ese día.
Pero la vida, a veces, da giros inesperados y nos obliga a parar, a improvisar. Y, aunque ya no existe La Dorada y las compras las hago por internet: Papá, ¿cuándo quedamos?
Cuando tu quieras, tesoro.
ResponderEliminarSi el texto es delicioso , el comentario final lo sublima. Enhorabuena que gran hallazgo
ResponderEliminarPrecioso!!! Los ojos llenos de lágrimas!! Xx
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