Ahora que ya hemos sacado las
botas de agua, y los termómetros bajan y las calefacciones tímidamente
comienzan a encenderse. Ahora, justo antes de sumergirnos de lleno en el
invierno, vamos a recordar el verano. Aunque sólo sea para decirle adiós, hasta
la próxima...
Recuerdo los comienzos del verano de mi infancia entre cubos de agua, bayetas y productos blanqueantes. Nuestra terraza era muy grande, tenía forma de U invertida y varias zonas que albergaban distintos ambientes: el espacio para las tumbonas, el rincón del chill out, la zona de comedor y hasta un hueco que mis padres habían aprovechado para esconder un pequeño bar. Casi todo era de color blanco: los sofás, las jardineras, los toldos y parte del suelo. El resto era verde: por el césped y la hiedra de las paredes y por todas las plantas que crecían – mucho más salvajemente de lo que a mi padre le hubiera gustado – en las jardineras.
El caso es que nuestro verano
comenzaba bastante antes del mes de junio. Pocas semanas después de que el
cambio de hora anunciara la próxima llegada de días largos y noches cálidas,
mis padres sacaban los cubos y bayetas, los cepillos, los trapos para secar y
todo tipo de productos blanqueantes que mi tía nos mandaba desde Alemania.
Siempre empezaban por los cojines
más grandes. Quitaban los plásticos que los cubrían, pasaban agua a presión,
extendían el blanqueante y frotaban con los cepillos. Después aclarado y
secado, y así por los dos lados. Cada cojín podía llevarles casi 15 minutos y
había tantos que aquello duraba semanas. Después había que mantener y relimpiar,
y aplicarse a fondo para dejarlo reluciente cuando venían invitados. El viento
siempre hacía de las suyas. ¡Aquello no acababa nunca!
Pasábamos el verano en la
terraza; hacíamos la vida allí. Cuando éramos pequeños mi padre nos llenaba con
la manguera una piscinita redonda y pequeña de plástico azul en la que apenas
cabíamos y nos compraba pistolas de agua
y pelotas para mantenernos entretenidos. Pero a medida que fueron llegando
los veranos comenzamos a participar en lo que se había convertido en una fiesta:
la fiesta de la limpieza. Eran días de estar descalzos, de andar en camiseta, de
abrazos mojados y bailes improvisados. Días donde hacer el ganso estaba
permitido y comenzar guerras de agua era obligatorio. Todos ocupados, cada uno
a lo suyo pero todos juntos.
Por eso para mí el verano siempre
ha sido de color blanco y olor a limpio.
Y por eso cuando llega mayo y se acerca el
buen tiempo y los primeros almendros en flor traen promesas de verano a mí me
entran unas ganas irreprimibles de limpiar.
Palabra de honor.
Jajaja, buenísimo! Y real como la vida misma ;-P
ResponderEliminar(lo de los productos blanqueantes, es una indirecta?)
Es mi nueva forma de pedir, que nos va quedando poco ;-)
ResponderEliminarMuac!