Los días de antes



Mil veces nos había invitado a Marbella y mil veces dije que no, casi sin pensarlo, como por inercia. Sin embargo aquella tarde la idea no sólo no me pareció descabellada sino hasta apetecible.  Era una de esas tardes cálidas de primavera, habíamos comido muy bien,  el café silbaba en la cocina, la niña jugaba con sus cosas canturreando, el niño dormía en su sillita, y yo ojeaba una revista. Me sentía satisfecha, estaba a gusto. Entonces  la llalla me dijo que porque no íbamos a Marbella en Semana Santa y a mí me pareció una buena idea. La cosa era cómo planteárselo a Luis. Él llevaba una época viajando bastante, con muchos líos en el trabajo y yo pensaba que quizás no le apeteciese pasarse su semana de vacaciones tan lejos, con mi abuela y en su casa. Pero esa misma noche fue él el que me dijo que porque no íbamos, que le gustaría conocer el piso y que seguro que a mí abuela le haría ilusión. 

Mi abuela llevaba un año regulín. Varias operaciones, caídas y  sus 88 años, que parecía que le estaban echando un pulso. Ya no era la de siempre, apenas salía de casa y había perdido ilusión. Los días cada día le pesaban más, tenía la espalda doblada, y se fatigaba. Ni siquiera le apetecía viajar a la playa, tampoco tenía con quién ir. 

Fue eso, y saber que sólo se alegraba con los niños, lo que me convenció.

Así que preparamos las cosas: sacamos el juego de maletas grandes, buscamos dos cunas de viaje, nos surtimos de pañales, toallitas y agua mineral; preparamos comida para el viaje y juegos para entretener a los niños, compramos ropa de entretiempo, y paraguas y crema para el sol, llevamos toallas, y el ordenador y dos o tres “por si acasos”, nos peleamos con el maletero, y entre nosotros, y con el tiempo, y, por fin, el viernes, más a las once que a las diez de la mañana, pusimos rumbo hacia Marbella. 

Llegamos ocho horas después, con menos fuerzas y más dolor de espalda,  agotados, expectantes.

No tuvimos ni mala ni buena suerte con el tiempo. No hicimos excursiones, ni tomamos el sol. Salíamos de casa tarde y no dormimos la siesta, ninguno, ni un solo día. Pero desayunamos todos los días en tazas de porcelana, con servilletas de tela, y con zumo de naranja natural, recién hecho. Tomamos el aperitivo en el bar de la esquina, ese que no tiene nada especial pero en el que a mi abuela la tratan como a una estrella. Nos bañamos en el agua con los pies, como decían los niños e hicimos pompas de jabón. Paseamos por el casco antiguo, a pie y en coche de caballos. Comimos espetos de sardinas. Compramos todas las revistas de cotilleos y desmenuzamos todos y cada uno de los artículos. Le hicimos muchas fotos a la llalla, con los niños encima, dándola besos, abrazándola, también grabamos vídeos. Nos pusimos morados de patatas fritas y de croquetas, tomamos caldito todos los días y tortilla de patata. Y nosotros salimos a cenar todas las noches, como cuando éramos novios. 

Y mi abuela volvió a ser ella. 

Y entonces, a la vuelta, cuando conseguimos meter todo de nuevo en el coche y nos dijo adiós desde el balcón, me di cuenta de que la que ganaba no era ella si no yo.

2 comentarios:

  1. Ay madre, qué nostalgia me ha entrado...

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  2. Esas croquetas, esa tortillita...
    Pues no sabes lo que te echamos de menos los martes...

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